Alarma que no haz de escuchar... déjala sonar

Hace unos días, en la empresa donde trabajo, se activó una alarma sonora de choque, y como yo había sido el culpable –aunque no responsable– de la activación accidental, me quedé en el lugar a la espera de todavía no sé muy bien qué.

En un primer momento me imaginé al grupo Halcón, a la Gendarmería y a la Federal entrando por las ventanas, descolgándose del techo o brotando de las baldosas al grito de “¡Todo el mundo al suelo!”, pero cuando pasaron más de cinco minutos y la muchachada no se presentaba, recordé que el grupo Halcón es sólo para los secuestros, y como la Gendarmería y la Federal no son de gritar tan alto, me podía ir olvidando de esas entradas tan dramáticas.

A los diez minutos me convencí de que la demora era comprensible, más si tomamos en cuenta que la Gendarmería está –o debería estar- cuidando la frontera, y que entonces eso nos dejaba sólo con la Federal, y no sé porqué en ese momento me vino a la mente la imagen del jefe Górgory, Homero y las rosquillas.

Unos quince minutos después de soportar la alarma ensordecedora, acepté que había más posibilidades de que apareciera el chapulín colorado con su chipote chillón, a que alguna de las fuerzas de seguridad de la republica se apersonara al lugar del hecho.

A los veinte minutos –poco más, poco menos, a quien le importa- el corte por alta temperatura se apiadó de mis oídos y desactivó la alarma. A esa altura ya no me zumbaban los tímpanos, directamente me campaneaban una obertura completa, con bombos y platillos.

¿Pero qué importancia puede tener esto? A diario suenan tantas alarmas que nadie escucha. Y la verdad es que no tiene ninguna importancia, es cierto... si no tomamos en cuenta que el lugar donde trabajo es una empresa de transporte público de pasajeros donde transitan una media de 400 mil personas por día.

¿Y qué hizo la gente cuando sonaba la alarma? Absolutamente nada, a tono con todo el resto.

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