Daltónicos anónimos

Tal vez haya sido por el frío del sur, el agua o quien sabe, pero cuando el maletero me preguntó el color del bolso que tenía que bajar, le respondí sin dudar:
―Es verde oscuro… bien oscuro.
―No podés viajar hoy ―repitió el chofer― el micro sale completo.
Me devolvió el boleto.
―¡Pero hubo un error, tengo que viajar hoy!
―El boleto es para mañana a esta hora ―se dio vuelta.
El maletero se asomó y me volvió a preguntar:
―¿Estás seguro?
―Sí ―le dije― es verde oscuro… bien oscuro.
―Tengo que viajar hoy ―volví a decirle al chofer, pero ya se había sentado y amagaba con cerrar la puerta― ¿No entendes que hubo un error?
―¿Y vos no entendes que no hay lugar?, ¿dónde queres que te lleve? ―ahí me imaginé viajando en un banquito en el pasillo de un micro de dos pisos.
―Al menos esperá que encuentren el bolso ―atiné a decirle cuando cerraba la puerta en mi cara. Una cosa era quedarme un día más en la calle, y otra muy diferente era quedarme un día más en la calle y encima sin el bolso… o al menos, en ese momento me parecía que había diferencia. Lo único que me quedaba en el bolsillo, luego de dos semanas de vacaciones, eran ochenta centavos, el valor del boleto desde retiro hasta mi casa.
―No hay ningún bolso verde acá adentro ―reclamó el maletero.
―Sí, es verde oscuro… bien oscuro, está ahí, lo subieron hace unos minutos.
―Dame el comprobante ―me dijo, molesto, y asomó el brazo entre una pila de bolsos.
―Estoy seguro ―le di el comprobante― fue uno de los primeros.
Volvió a perderse en la interminable pila de bolsas. Me subí con él para ayudarlo a buscar, después de todo, el micro no se iba a ir con la baulera abierta y dos personas adentro. Aunque si seguíamos demorando la partida, era muy probable que nos vinieran a buscar y nos bajaran a patadas.
―¡Te dije que no había ningún bolso verde! ―gritó el maletero con tanta bronca que si me hubiera tenido a tiro, me pegaba una trompada― ¡Es marrón! ―lo sacó del fondo de la pila y lo revoleó al suelo.
Era marrón, no había duda. En ese momento llegó corriendo el empleado de la ventanilla.
―Hubo una cancelación y te reimprimí el boleto ―dijo, agitado, con varias planillas en la mano y golpeó la puerta del micro― ¡Sube uno más!
Miré al maletero, que recién acababa de cerrar la baulera.
―Tengo que subirlo de nuevo ―le dije, esperando un rosario de insultos, pero no dijo nada, sólo me miró, como si fuera un caso perdido; con una mano abrió la baulera, con la otra agarró al bolso de una punta y lo revoleó hasta el fondo como si no pesara nada. Y nunca dejó de odiarme, ni siquiera cuando la pila se desmoronaba y él cerraba la puerta un instante antes de que la avalancha de colores se desparramara en el suelo.
Me subí al micro, me senté al fondo, al lado del baño; no me iba a quedar en una plaza toda la noche, pero más o menos era lo mismo; me dormí todo el viaje, las veinticinco horas.
Cuando llegamos a Retiro, uno de los empleados me preguntó si me acordaba el color del bolso, así podían encontrarlo más rápido.
―Verde oscuro, bien oscuro… ―le respondí― casi marrón.

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