La biblioteca

En mi casa, cuando era chico, teníamos una biblioteca que dividía la sala de estar con la cocina; era un gran mueble de madera que llegaba hasta el techo y que el peso de los libros había deformado hasta el límite. Pero los años pasaban y la biblioteca nunca terminaba de decidir si debía desmoronarse del todo o sólo doblarse un poco más; los tablones se habían arqueado y doblado en ángulos contranatura, y los tirantes que supuestamente debían mantenerla erguida se habían virulado como si fueran de cera derretida.

Cada vez que alguien llegaba a mi casa se hacía medio complicado explicarle que ese mueble gótico no era moderno ni salido de un cuadro del desorejado Van Gogh, sino una simple biblioteca que mi viejo había hecho con madera berreta y que el tiempo se había ocupado de moldear a su antojo.

Y tal vez por eso, cansado un día mi viejo de que la gravedad, las leyes de la física y el tiempo no se pusieran de acuerdo, arrancó al engendro y en su lugar armó una nueva biblioteca con exagerados listones de madera de una pulgada y media.

Hoy en día, el nuevo mueble sigue impasible a los embates del tiempo, recto e inmutable, tanto así, que podríamos apilar motores en lugar de libros y no habría diferencia; incluso creo que si las vigas de la casa cedieran la biblioteca la sostendría sin arquearse ni un poco.

Cada vez que ahora alguien llega a mi casa no dice nada acerca del portento ahí erguido, tal vez por su forma rígida y adusta, o por su incomparable capacidad para pasar inadvertida como una simple biblioteca que no se dobló ni dejó que la doblara el peso del tiempo.

Si alguien me pregunta, lo cierto es que un poco extraño al viejo engendro siempre a punto de derrumbarse, porque en cierto modo era como si tuviera en mi casa una réplica de la torre de pisa hecha de madera aglomerada... y porque no volví a ver en ningún otro lado a un biblioteca tan deforme, retorcida ni tan perseverante contra el tiempo.

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