Una mesita y un florero

Hace unos días estuve con la nona, y como no podía ser de otro modo nos pusimos a mirar fotos viejas, y con viejas me refiero a viejas de verdad, una caja repleta de fotos con no menos de sesenta o setenta años.

Y había un poco de todo: primos lejanos, tíos, hijos y amigos, vecinos de otros tiempos, suegras y abuelos, madres con niños, casamientos, hermanos. Y cada foto iba acompañada de una historia.

"Esta nena era la señora que te mostré antes, la que estaba con esa mujer grandota."

Y había de esas fotos pintadas, donde los chicos parecen payasos y los hombres lucen una extraña piel rosada, y había fotos de rostros en marcos ovalados, reuniones a la sombra de una higuera, perros desgarbados de los que nadie se acuerda el nombre.

Pero la mejor de todas era una foto muy chica donde podía verse un patio de paredes de adobe, y en medio de esa nada una rustica mesita de madera con un mantel blanco y un florero, y de un lado la nona con no más de diez años, y del otro la bisanona, de batón y pelo ralo, y la dos discretamente aferradas a la mesita con cara de "¿y dolerá mucho?"

Esas fotos son como películas condensadas, historias en un parpadeo.

Y en toda la caja no había ni una sola foto movida, no porque en aquella época la tecnología de las cámaras fuera mejor, sino porque todos se detenían para la foto, así fuera una reunión multitudinaria y ruidosa o una persona sola, todos se detenían y posaban, atentos, porque las fotos eran un acontecimiento, un momento especial, un recuerdo para quien sabe; y se preparaban donde fuera, incluso en un patio de adobe adornado con una mesita y un florero.


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