Breaking Bad

Hasta hace muy poco asistíamos a la locura mundial que fue la serie Lost, un despropósito televisivo que no hizo más que hundirse en las incógnitas sin sentido que nunca pudo resolver. Si hay un equivalente al cine “pochoclero” en las series de televisión definitivamente tendríamos que hablar de series como Lost: propuestas pobres, sin planificación ni fundamento pero bien sostenidas por un marketing millonario y un montón de seguidores descerebrados.

Del otro lado, bien del otro lado, encontramos series como Breaking Bad. Una historia contundente, real, amarga y graciosa a la vez, pero graciosa en el peor sentido: humor negro y trágico, irónico al máximo. En Breaking Bad no hay cabos sueltos ni misterios por resolver, no hay personajes sin pasado ni historias inexplicables, en Braking Bad hay realidad cruda y dura, una realidad que ofrece más sorpresas y vueltas inesperadas que la historia más delirante de la mayoría de las series de fantasía y supuesto misterio.


Walter White es un profesor de química en una escuela perdida en un pueblo de Estados Unidos, y le enseña sin pasión a estudiantes que no lo escuchan, a estudiantes que no saben que un genio de la química ya no tiene ganas de explicarle complejos conocimientos científicos a nadie. Walter White es también un científico frustrado, un científico que alguna vez estuvo al frente de un grupo que merecía el premio novel y que ahora le habla a una clase ausente. Y aunque es un hombre de gran moral, honesto y trabajador, el sueldo no le alcanza para mantener a su familia: una mujer embarazada y un hijo minusválido, y por lo tanto recurre a trabajos adicionales y mediocres. Un científico que debería estar peleando por el novel de química pasa las tardes detrás del mostrador de un lavadero de autos donde su jefe se aprovecha de su necesidad y sumisión y lo obliga incluso a lavar los autos.

El piloto de la serie nos muestra a Walter White paseando sin ganas por los días, por el trabajo, por la vida, nos muestra a un hombre frustrado que de un día para el otro se entera que tiene un cáncer terminal y que no le queda mucho tiempo más. ¿Y cómo reacciona? Bueno, no reacciona, al menos al comienzo, pero nos deja entrever que algo no está bien. Durante ese primer capítulo de la serie podemos ver como se deshace de un tirón toda la vida del señor White, y asistimos al momento exacto en que inicia el descenso al infierno, pero no porque se haya vuelto loco de odio y frustración, ni porque viva un día de furia, sino porque comprende   -o cree comprender-   que toda su vida fue en vano y entonces nada quedará para su familia cuando él haya desaparecido. Dicen que la mejor forma de llegar al infierno es con buenas intenciones, y las intenciones de Walter White son las más nobles: dejarle un buen pasar económico a su señora embarazada, a su hijo minusválido y al futuro hijo que está por nacer. ¿Y por qué no habría de hacerlo?

Entonces se pone en contacto con un ex alumno   -drogadicto y dealer sin muchas luces-   luego de haber visto un operativo anti drogas al mando de su cuñado, un agente de la DEA y un personaje completamente opuesto a él, y decide aplicar todos los conocimientos de química en algo nuevo, lejos del novel y cerca del dinero fácil: la creación de la más pura anfetamina que el mundo haya conocido. Y como era de esperarse, comienzas los problemas. El profesor White tiene conocimientos de sobra en química, pero no conoce nada acerca del mundo de las drogas, las mafias, la violencia y las peores aberraciones de nuestra sociedad.

La interpretación de Bryan Cranston en la piel de Walter White es soberbia y creíble en todo momento, y es tan fácil sentirse identificado que por momento da miedo. Y no digo que uno se sienta identificado con la producción y venta de drogas, sino con las motivaciones que lo llevan a elegir ese camino, la desesperación y el agotamiento de pensar “¿y qué más puedo perder?” Tal vez por eso cuando avanza la historia y las consecuencias de los actos y las mentiras empiezan a convertirse en un lastre insoportable, nosotros, los espectadores, nos convertimos en testigos silenciosos de una realidad que está a la vuelta de nuestras vidas pero que ignoramos sistemáticamente como la ignoraba el profesor White.

(Alerta de spoil)

La serie no se anda con medias tintas y ya en el primer capítulo nos muestra el inicio accidentado en esta nueva profesión, las traiciones y los peligros detrás de la droga y la ilegalidad de un circuito cuya corrupción no alcanzamos ni siquiera a imaginar, pero lo hace desde la ironía y la simple realidad   -tal vez porque las dos van de la mano-   y la más negra de las comedias. No queda otra alternativa más que reír al ver a los dos protagonistas asaltar una fabrica de productos químicos de noche y torpemente, mientras encierran al guardia de seguridad en un baño móvil y escapan con un pesadísimo barril en brazos. Más tarde, mientras los agentes de la policía revisan el video, no paran de reírse   -al igual que nosotros-   mientras le gritan a la pantalla de televisión: ¡Es un barril, idiotas! ¡Háganlo rodar! Y resulta imposible no sentir un escalofrío por la espalda cuando vemos a una chica desvanecida por la heroína morir ahogada en su propio vómito mientras que el profesor White la observa agonizar y no hace nada. Y aunque en esos momentos la historia sube y baja como una montaña rusa, poco a poco advertimos que son más las bajadas que las subidas.

Y del otro lado tenemos a Aaron Paul en el papel de Jesse Pinkman, el ex alumno del profesor White, socio drogadicto y vendedor de drogas. Si la interpretación de Bryan Cranston es fabulosa, la de Aaron Paul es inmejorable. Una para el otro. Jesse Pinkman es atolondrado e hiperactivo, no piensa demasiado, no cabila, es temeroso y no puede empuñar un arma sin temblar. Y por momentos es terrible verlo en una historia que lo supera, espiarlo buscando trabajo, frustrado y perdido en la calle, sin un techo y sin dinero porque sus padres le han dado la espalda. Jesse Pinkman es la antítesis absoluta del profesor White: quiere vivir y escapar de esa vida en la que está atrapado, no ha perdido los valores y no quiere perderlos, no quiere convertirse en el señor White.

El descenso en ese mundo   -que no es más que nuestro mundo-   por momentos se siente como una caída libre y brutal. ¿Hasta dónde más va a llegar? La mayoría de los diálogos del señor White, sobre todo si habla con su familia, son puras mentiras, o mentiras para cubrir más mentiras. Sólo él y nosotros conocemos la verdad, y tanto él como nosotros estamos obligados a guardar silencio   -un muy incómodo silencio-   frente a la campaña de solidaridad que organiza el hijo y la alegría de la familia cuando reúnen dos mil dólares para el tratamiento contra el cáncer sin saber nada acerca del medio millón de dólares sin lavar escondido en el sótano de la casa, o las elucubraciones de su cuñado sobre el nuevo jefe de la droga que es en realidad el profesor mediocre que se casó con la hermana de su esposa y con quien comparte una cerveza de tanto en tanto.

Y en medio de toda esa historia, la serie nos regala momentos memorables: la profunda cara de desconsuelo del señor White contándole al psicólogo que no quiere darle de alta en el hospital los motivos de su necesidad de escapar de su casa; y más adelante, esa misma cara mientras oye a su hijo hablarle a las cámaras y contarles a todos lo maravilloso, honesto, recto, inquebrantable y buen padre que es él; el pánico contenido al enfrentar al jefe de los dealer que golpeó hasta mandar al hospital a su compañero, y luego el pánico evidente al observa a ese mismo jefe golpear a uno de sus propios compañeros hasta matarlo; el silencio al contemplar a la chica que muere ahogada en su propio vómito, la desesperación y la frustración convertida en agonía al recibir la noticia de que existe una mínima posibilidad de cura.

¿No es irónico que el señor White espíe el resultado de una tomografía y confunda una neumonía con un crecimiento desproporcionado del cáncer y por poco muera en el desierto porque se quedó sin combustible mientras cocinaban metanfetaminas?, ¿no es trágico que cuando llegue la hora de cerrar un trato millonario e irrepetible, su compañero esté desvanecido por las drogas y su mujer a punto de dar a luz? ¿Será posible dar marcha atrás?, ¿podrá cargar con tantas muertes el resto de su vida? El profesor nos responde con gritos de angustia y trompadas encerrado en el baño, con agresiones en el medio de la fiesta por su recuperación, con intentos de alcoholizar a su hijo, con un enfrentamiento inentendible con su cuñado y agente de la DAE. No hay vuelta atrás, y esa es la peor de las ironías.

En el final de la tercera temporada el profesor White está solo, sin su familia, agotado, recostado en una reposera y mirando hacia el cielo en el momento en que se estrellan dos aviones y mueren cientos de personas, y aunque él es el culpable, aún no lo sabe. Por primera vez desde que comenzó la serie, nosotros también estamos solos.

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