Shaladam - La muerte del emperador


[…]
Ikaris se abrió paso entre medio de la confusión. Los guerreros estaban desolados y en silencio alrededor del emperador. El soberano yacía en el suelo, abatido y con una profunda herida que le atravesaba el pecho. Ikaris se estremeció con el rostro entre las sombras, y los guerreros que advirtieron el semblante de pronto horrorizado del Ghamnar se alarmaron y desenfundaron las espadas, pero antes de que encontraran enemigo alguno que los asechara, Ikaris se abalanzó sobre el emperador blandiendo la espada en el aire como si fuera a darle la última estocada. 
En la desesperación algunos guerreros lograron reaccionar a tiempo y se lanzaron sobre él para detenerlo, pues ninguno era capaz de distinguir lo que a Ikaris le había aterrado el corazón de esa forma. Pero el Ghamnar logró evitarlos y batió la espada con semejante saña que el aire se escindió en silbidos de agonía. Una sombra de quejidos de pronto cobró forma en derredor del emperador y el espanto paralizó a todos los que allí había, pues la espada de Ikaris se había ennegreció por la sangre del engendro que había surgido de la nada. 

El ave de los muertos entonces se volvió hacia los guerreros, aterrada por la mirada de los vivos que en ese instante se creyeron muertos, y dejó de sofocar el pecho del emperador y lo liberó de sus garras. Urnnila había sido desafiada y humillada, su presencia había sido revelada a quienes no la debían ver. Los guerreros estaban atónitos. El ave de los muertos alzó las garras de huesos afilados, y con un gruñido profundo y aterrador extendió las alas mientras contemplaba con las órbitas vacías al guerrero que la había burlado. 
Pero Ikaris no se dejó amedrentar por la mirada del ave de los muertos y le gritó con fuerza:
—¡No te llevarás a mi rey!   —y azuzó el aire con la espada—   Nunca al menos en mi presencia. ¡Soy el hijo de Valdhnor y así te lo ordeno!   —Urnnila chilló con fuerza al oír ese nombre, pues aún recordaba al guerrero de Ghad que por poco y le da muerte—   Había ojos en esas cuencas podridas la última vez que te enfrentaste a un descendiente de los escoltas de Balthor.
Urnnila entonces aleteó con fuerza y levantó un remolino de tierra.
—Tu hora llegará muy pronto   —replicó con la voz profunda y afilada de un demonio, y los guerreros que alcanzaron a oír esa voz temblaron como si estuvieran desnudos en las profundidades más heladas—.   Y cuando así sea, vendré en persona de devorarte los ojos.
—Entonces ten mucho cuidado   —le advirtió Ikaris—,   porque si ese día hay una espada en mis manos no te llevarás solo mis ojos… ¡sino una estocada tras otra en ese cuerpo de demonios perdidos!
Urnnila se abalanzó de un salto y con un chillido desaforado intentó morderle el cuello, pero Ikaris se movió demasiado rápido y el ave por poco y recibe una estocada certera.
—¡Ni soy una de tus presas ni mi hora ha llegado!   —bramó Ikaris con la mirada hacia el cielo. Urnnila agitaba sus inmensas y huesudas alas sobre él.
—¿Cómo te atreves a desafiarme?   —le recriminó en un arrebato de rabia y con un gruñido volvió a las sombras donde los vivos no la pueden ver—   ¡Guerrero pávido y desgraciado!   —se oyó lejana la voz que se perdía en los remolinos.
El silencio volvió de pronto a rodear a los guerreros, habían visto a la sombra de los condenados y estaban desorientados; habían descubierto en vida lo que sólo contemplan los que han muerto. De las aves antiguas, Urnnila era la más siniestra y peligrosa, pues era devota de Balthor desde tiempos inmemoriales. 
Pero el silencio consternado que le sofocaba el corazón a los guerreros no duró demasiado.
—¿Qué has hecho?   —reclamó el emperador con amargura y los guerreros se volvieron hacia él—,   ¿qué has hecho?   —repitió sin fuerza—   Desafiar al ave de los muertos y arrebatarme de sus garras no me devolverá la vida.
Ikaris se acercó y se arrodilló junto a él.
—No iba a permitir que se lo llevara   —dejó en el suelo la espada corroída por la sangre de Urnnila—.   Juré protegerlo, mi señor   —continuó—,   incluso de la muerte.
—Es que no me has salvado de ella   —replicó el emperador—.   No puedes hacerlo.
—La sombra de los condenados se ha marchado, mi señor, se ha marchado humillada frente a los ojos de todos los guerreros   —y agregó—.   No es tiempo aún de que nos abandone, mi señor. El imperio lo necesita ahora más que nunca. No es la primera vez que Urnnila se aleja herida y con las manos vacías.
—Urnnila no se ha marchado   —respondió el soberano con una voz adormecida y tenue—.   Está aquí a mi lado, arrogante y solemne, tenaz como el demonio   —Ikaris alzó la mirada y observó hacia todos lados, y los guerreros hicieron lo mismo—.   Y ha extendido sus alas de huesos y carne, y aunque no tiene ojos, te observa con más rencor del que puedas imaginar.
—¡No puedo verla!   —exclamó Ikaris y volvió a observar al soberano: el emperador respiraba cada vez más despacio.
—No podrás hacerlo, no ahora que te ha descubierto   —cerró los ojos, agotado—.   Pero escucha mis palabras, guerrero, porque ahora Urnnila te seguirá adonde vallas y será tu sombra, así como lo fue para Valdhnor hace mucho tiempo   —continuó, sin fuerzas—.   Toma mi espada y cuida de ella, pues Adhinel será fuerte e invulnerable mientras haya vida en tus manos.
—Pero Adhinel es la espada de los reyes, mi señor, ¿qué haré con ella?
Agdhatar inspiró con fuerza.
—Debes volver al mundo de los Ad´Erak, y lleva contigo la espada de los reyes de antaño, pues te será de gran ayuda.
—Pero la guerra se ha terminado, mi señor.
Agdhatar se estremeció y dijo:
—La guerra tan solo se ha detenido y muy pronto continuará   —y entonces abrió los ojos y ya no volvió a respirar. 
Un chillido severo se oyó en el aire, un aullido triunfante y amargo, e Ikaris sintió el aleteo de Urnilla tan cercano que un escalofrió le caló hasta los huesos y lo obligó a alejarse del cuerpo del soberano.
—Tu hora llegará muy pronto   —le murmuró al oído el ave de los muertos cuando pasó a su lado—.   Tu lugar ha sido reservado en el monte inalcanzable, y habrá sitio también para toda tu descendencia.

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