Sonidos en los recuerdos

Los chirridos de las limas por momentos me crispan las muelas. Por alguna razón lo llamaban metal dulce, aunque de dulce no tuviera nada. Eso lo supe con el tiempo. Es un metal frío y duro, un metal que se resiste a las limas gastadas que al unísono disparan agudos al aire, agudos irregulares que veces duelen. Dicen que los olores nunca se olvidan, yo digo que algunos sonidos se recuerdan por siempre. Ahora los recuerdo lejanos, del otro lado del taller, mientras aguardábamos que comenzara la clase. Por alguna razón, los de ajuste empezaban siempre primero; no importa que hiciera tanto frío, empezaban siempre primero; el metal dulce, las limas gastadas, los chirridos esporádicos. En carpintería demorábamos un poco más, juntos cerca de la estufa. La pantalla ronroneando, recién encendida. Siempre me calmó ese sonido, siempre me hizo sentir en casa. El taller estaba bien iluminado, pero a esas horas de la mañana y en mis recuerdos por momentos me veo entre penumbras. Y esas penumbras suenan lejanas como las limas y las pantallas de las estufas. El taller es inmenso, el aire frío no se calienta en invierno. Tal vez por eso, cuando el profesor no nos veía, le arrojábamos aserrín a la estufa, virutas de esa madera de la que hay en todos lados; y el fuego se exasperaba, y por un momento sentíamos el calor entre los dedos. La clase todavía no comenzaba, no había apuro, no había maderas dulces que se hicieran eternas, no había nada malo en esas penumbras. Aunque las horas de lijas también las recuerdo, las recuerdo en mis dedos empapados de ese polvo de aserrín que estaba en todos lados.

Cada taller duraba tres meses, y por suerte el último era el de ajuste; con suerte, el frío habría menguado para entonces. Antes debíamos pasar por soldadura, y allí veríamos el comienzo de grandes cosas, y un poco después por tornería, con sus máquinas y sus disposiciones, su prolijidad tan lejana. Lo pienso mientras caliento mis manos en la estufa. El aserrín quemado es dulce, es suave, es una parte del recuerdo. Las limas siguen chirriando en el aire. Nosotros somos los invitados, somos grupos de invitados con fechas prefijadas, invitados que llegan y se van y nada más. Y ellos nos dejan entrar, y nos cuentan sus secretos. Y, sin saberlo  -al menos en ese momento-,   nos dejan ser parte de sus vidas. Nos dejan espiarlos, nos dejan robarles los recuerdos. Quieren salvarnos.

En soldadura, cada tarea dedica su tiempo a la preparación; al delantal de plomo deformado, siempre deformado; a los guantes para otras manos, a la escafandra oscura. Y una vez puesto el traje de astronauta, se nos abre el paso a la zona asignada, al apartado donde está la mesa, la pinza y los electrodos. De la primera soldadura, todos recuerdan el olor, la quemadura humeante, el sabor de las chispas; lo que yo recuerdo es el sonido del arco eléctrico, el resplandor fulgurante, la voz de mi profesor tocándome el hombro: “te descubriste antes de tiempo, no mires el resplandor que se apaga”. Y otro intento. Y los guantes reforzados y el delantal de plomo me hacen sentir seguro, aunque en mis manos haya un arco de miles de voltios. En carpintería no ocurre nada de eso. Ni las maderas son frías, ni hay mayores preparativos. Las estufas apenas si calientan. No llevo guantes en las manos, ni hacen falta. Una astilla es el mayor de los peligros. Al lijar la madera, los dedos se calientan, el aserrín se huele en todos lados. Aún no sé por qué recuerdo las penumbras. Tal vez porque en las penumbras me siento en casa. Las estufas aún ronronean. Y mientras el fuego se come las paredes lo recuerdo también a él, su voz mezclada en el aire. Durante años nos dijo lo mismo: “cuenten hasta tres”. Y lo repetía cada vez, como un mantra. No recuerdo todas las cosas, sólo algunas, como si fueran ecos que se alejan. Ni él ni yo lo sabíamos en ese momento. Una vez más: “cuenten hasta tres”. Y lo decía siempre que alguno se acercaba a las muflas, esos grandes hornos que pueden alcanzar temperaturas de infierno. Y en todos ellos las puertas llevaban una traba, una especie de palanca que se afloja en un paso y se abre en el otro. “Cuenten hasta tres”, te decía ni bien una mano se asía a la palanca. Esos sonidos son el mayor de los recuerdos. En electricidad había demasiada teoría, como si fuera una clase de la tarde, pero en ese espacio de trabajo en donde todos atienden su taller. Y cada taller es un mundo delimitado por pequeñas rejas. Nada podía estar más junto y separado a la vez, como los recuerdos, los sonidos que son recuerdos.

Y ese día los oí a todos juntos: el frío de las mañanas, las limas en el aire, el aserrín en mis dedos, las penumbras, su voz: “cuenten hasta tres antes de soltar la traba”, nos decía siempre, “si la mufla estaba encendida, son tres segundos para darse cuenta”. Durante años lo oí decirlo, durante años fue parte de esos ecos en mis recuerdos, y cuando bajé la traba su voz volvió a mi mente: una voz de otros tiempos, un eco perdido. Un chirrido crispando el aire. Quien sabe cuántos años habían pasado, yo ya no era el mismo. Y no fueron tres segundos, fueron apenas uno solo; y ese segundo fue suficiente, porque la mufla estaba encendida, y pasó todo lo que él siempre nos decía que podía pasar: el aire ingresó de golpe, como un suspiro siniestro, y en respuesta una bocanada de fuego brotó de todos lados, un llamarada incansable que me habría arrancado mucho más que los recuerdos si hubiera bajado la compuerta, si no hubiera esperado, si no hubiera encontrado esa voz tan lejana, si los sonidos no fueran parte de nuestra memoria más antigua y duradera   -mucho más que los olores o las imágenes-.   Una voz.

Y los recuerdos volvieron desde aquellos tiempos, y en las penumbras aún espero, en silencio, los ecos que quieran volver, los sonidos que andan en mi mente dando vueltas dispuestos a salvarme.

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