Una sensación extraña

Y entonces me quedé ahí parado, expectante, el martillo en una mano y la otra señalando a cualquier lado. El infortunio del caño roto era una excusa indiscutible, y la puesta en escena era impecable: respiraba agitado, como si hubiera estado renegando largo rato, y los pies mojados y la ropa salpicada eran un detalle más que convincente. Él sabía muy bien que era todo una farsa pero tenía que encontrarle la vuelta o el desenlace iba a ser inevitable.

Por las dudas volví a levantar la mano para que viera el martillo, y con la otra volví a hacer una mueca cerrada y repetí la misma mentira: "con una abrazadera así de grande lo arreglo, no creo que haga falta otra cosa" y me quedé esperando. El viejo me miró de arriba a abajo, tenía que encontrar una excusa pronto y se le estaba terminando el tiempo. Es extraño, porque tiempo es lo que siempre le sobraba, pero no porque fuera viejo, sino porque era de un época que a nosotros se nos hace extraña, tan extraña como la sensación que provoca ver por un espejo lo que hay más lejos, o la sensación que provoca el micro cuando retrocede en la bahía y nos deja ahí parados. Tal vez por eso nunca nadie mira por las ventanas traseras y los asientos apuntan todos para adelante.

"¿Y no queres que te ayude?" me largó así sin vueltas y con una sonrisa, no iba a dejar que lo pisoteara tan fácilmente, y aunque yo era demasiado joven y no tenía ese arsenal de artimañas que tienen los viejos, la verdad es que me defendía con relativa inteligencia. "Pero ya es la hora del almuerzo" miré para adentro, como buscando la cocina. "No quiero que la abuela se enoje". El viejo cambió la cara, el remate había sido irrefutable. Nadie podía culpar a un caño que por casualidad se había roto a la hora del almuerzo. Se dio vuelta y miró para la cocina, bien sabía el escándalo que se podía armar si no iba a la mesa cuando la vieja lo llamara. Y me quedé ahí parado, no hacía falta agregar nada más, el viejo estaba acorralado y lo sabía, tal vez por eso me miró una última vez, desconcertado por la velocidad con que lo había derrotado o por lo sólido del plan que a todas luces era falso como una mentira.

Lo cierto es que no habían sido pocas las veces que había entrado y salido sin lograr mi cometido. Por lo general me acercaba con excusas bastante pobres y me dejaba llevar por lo que él me decía, creyendo con demasiada inocencia que el viejo no se daba cuenta de mis verdaderas intenciones. Una frustración tras otra me hicieron mejorar la técnica, las frases, los pequeños detalles que me desenmascaraban. El caño roto y la abrazadera eran la prueba viviente del nivel que había alcanzado.

"Bueno, te traigo la caja y vemos si hay algo" dijo entonces con cierta preocupación. "Tal vez encuentres una que te sirva" y se dio vuelta, y a mi me brillaron los ojos y por poco y se me cae el personaje. Un paso en falso y todo el plan podía quedar desbaratado. El viejo empezó la ceremonia. Buscó primero la escalera bajita, la acomodó y subió los tres escalones. Sobre la estantería había cajas y más cajas, y atrás otras cajas más chicas. Y de entre todas sacó la olla -que le decíamos "la caja"- y se bajó de la escalerita. Me miró una vez más. Yo seguía con el martillo en la mano y la otra haciendo la mueca cerrada de una abrazadera en el aire y los pies mojados. No había forma de echarse para atrás.

Es importante aclarar que a mi abuelo podía pedirle cualquier cosa, pero cualquier cosa que pudiera imaginar, y era altamente probable que no me dijera que no. Podía pedirle el documento para hacer un avioncito de papel, podía pedirle las llaves de la casa, y las copias, y podía pedirle el teléfono en la época cuando solo unos pocos elegidos tenían ese aparato en su casa; podía pedirle los remedios y jugar con las pastillas, podía pedirle más o menos lo que sea, salvo la caja que era en realidad una olla repleta de todas las cosas, y por todas las cosas me refiero a todas las cosas que sea humanamente posible imaginar y algunas más. Eran años y años de juntarlas, porque siempre algo viejo podía servir y no se debía tirar, y si era algo viejo y chico, tirarlo debía estar entre el más capital de los pecados. Y así fue juntando tantas cositas que clasificarlas podía tomar una vida e incluso más, y todas estaban en la caja: una olla de fierro de veinte litros -creo yo- o incluso más. Y esa olla hay que imaginarla repleta de pequeño clavitos -derechos o torcidos, da igual-, tornillos de todas las roscas imaginables, algunos con tuerca y arandela; y piezas de quien sabe qué máquina o artilugios de otros tiempos, fierritos variopintos, pedazos de plástico moldeados para algo en particular; y más clavos, miles y miles de todos los tamaños; y otras cosas que no sabría cómo describirlas, pero que cualquiera que las viera no dudaría en clasificarlas como cosas así sin más. Y para mi, en aquella época, esa caja era como un tesoro, porque era imposible saber todo lo que había, y siempre que buscaba había algo más.

Entonces dejó la caja en el suelo y se quedó ahí conmigo. Eso era lo máximo que podía lograr. No tenía mucho tiempo, al meter la mano podía encontrar una arandela enseguida y en ese momento mi oportunidad se habría terminado. Dejé que los dedos fueran adonde quisieran, y las manos no se hicieron esperar. Todo lo que ahí había bien servía para mis inventos, pero me podía llevar una sola cosa, y desde el comienzo esa cosa tenía nombre y forma: una arandela formada en el aire con la mano. Tenía que mirar rápido, tenía que verlo todo. La próxima vez que armara una excusa tenía que saber lo que iba a buscar. Una mano pasaba sobre la otra, buscaba todo lo que pudiera, pero entonces habló el abuelo y se acabó el tiempo. "Ahí hay una" me señaló entre los montoncitos de cosas que había armado. Eran años de práctica, era imposible engañarlo durante demasiado tiempo. La aparté con la mano y, antes de que pudiera volver, ya me había sacado la caja. "Espero que te sirva" me largó sonriendo, después de todo, podría haber sido mucho peor y él lo sabía. Hubo veces que la cosa no aparecía y de tanto revolver y revolver encontraba excusas para llevarme otras. Esos días no me sacaba la caja con una sonrisa.

Lo extraño es que después de ese día fui perdiendo la práctica, como si fuera imposible mejorar aquella historia y me hubiera hundido en decadencia mientras buscaba la forma de repetir la misma fórmula; o tal vez el viejo había aprendido mañas nuevas y ya no podía engañarle con el mismo cuento, pero lo cierto es que muy pocas veces volví a meter las manos en esa caja. Y con el tiempo dejé de intentarlo. La caja quedó segura sobre las estanterías y hasta escuché en algún lado que ya no le entraban más cosas.

El invierno que partió el abuelo fue de los más fríos que recuerde, y para entonces nadie se acordaba de la caja. Supongo que eran cosas de chicos o de viejos, porque ¿quién más puede tener tiempo para revolver una olla llena de cosas inimaginables que fueron juntadas de cualquier lado, una por una, durante toda una vida? No estoy seguro, pero cuando estaban vaciando la casa hubiera jurado que entre las bolsas y la basura había una olla vieja o roída. Pero no tenía tiempo para quedarme a revisar todo lo que estaban tirando, y me fui con esas sensación extraña, como la que provoca el micro cuando retrocede en la bahía o alguien mira por un espejo que se aleja.

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