Don Gregorio

Dicen los que ahora son viejos, que en el oficio de la música no hay nada más difícil que un silencio bien armado. Y muchos cuentan que en otros tiempos, antes incluso de que existieran los discos y las gentes se pusieran a escucharlos a la inversa en busca de ideas maquiavélicas o cánticos al demonio, los músicos más versados eran los que habían egresado del normal número cuarenta y cuatro de Don Torcuato. Posiblemente fuera porque el maestro Gregorio ya era viejo en esa época y había escuchado aquello de que los silencios eran complicados. Y tal era así que en sus clases, cuentan los que recuerdan, armaba ensayos completos con los silencios más intrincados. Escribía en el pizarrón como un desaforado tirando líneas de pentagramas interminables que luego llenaba de silencios y de tresillos fantasmales, de blancas y de redondas mudas, e incluso de esas cuadradas que ya no se usan por respeto. Y a los alumnos los obligaba a copiar todo lo que escribía, y era muy severo. No aceptaba errores de ninguna clase, por eso hacía pasar a los alumnos al frente y les pedía que solfearan los entuertos que había garabateado.


Las clases de Don Gregorio eran de un silencio sofocante. Cuentan que podía volar una mosca y se la oía en todos lados. Los alumnos solfeaban inspirando hasta desmayarse. Y en aquellos tiempos eran conocidos los que lograban llegar al quinto o al sexto compás sin aterrizar en el suelo. No se conoce a nadie que haya logrado terminar un ensayo, nadie al menos que haya sobrevivido para contarlo.


Y no era el solfeo la peor parte, tal vez llevado por la vieja escuela —vieja ya en esa época— que decía que la música se aprende a los golpes, o algo por el estilo. Don Gregorio que se tomaba los menesteres de la enseñanza muy a pecho, acusaba con un reglazo en los dedos al desafortunado que había errado la interpretación de algún silencio. Triste había sido el caso de un tal Alberto, recuerdan algunos que era medio tartamudo y le erraba seguido. Por lo general se le cortaba la inspiración y largaba el aire antes de tiempo. El maestro lo aleccionaba sin contemplaciones. Decía que le iba a corregir la tartamudez mientras le enseñaba los secretos de la música a puro azote, aunque se supo con el tiempo que Alberto no logró ni lo uno ni lo otro. Por lo general el correctivo no surtía demasiado efecto porque el alumnado estaba embotado de tanto inspirar un silencio tras otro. Pero era envidiable la terquedad de algunos que se empecinaban en discutirle inspirando sobre silencios ya inspirados. Esos eran los que terminaban con los dedos peor machucados.


No se sabe a ciencia cierta si Don Gregorio logró músicos buenos en esos tiempos, o si sus silencios enroscados terminaron por atrofiarle la mente a los pocos que egresaron. Tampoco se sabe si el viejo maestro se retiró del normal número cuarenta y cuatro de Don Torcuato porque se había jubilado o porque se había muerto, o las dos cosas. Algunos dicen que murió durante una clase mientras intentaba solfear una sinfonía de silencios; el corazón le falló en los últimos acordes cuando inspiraba las notas de las campanas que no sonaban. Otros dicen que lo vinieron a buscar un día y se lo llevaron no se sabe bien adonde, pero nunca lo regresaron. Tampoco se sabe demasiado de los alumnos que salieron de esa escuela. Muchos dicen haber conocido al maestro y muestran los dedos atrofiados como diploma, pero lo cierto es que todos los viejos tienen los dedos atrofiados, así que eso mucho no prueba.


Lo único cierto es que el viejo maestro hizo historia, o la historia con el tiempo hizo al maestro. Pero si se busca con ganas y con tiempo en los altillos de algunos viejos caserones, todavía se pueden encontrar las partituras repletas de silencios intrincados con las que atormentaba al alumnado el viejo maestro Don Gregorio del normal número cuarenta y cuatro de Don Torcuato.

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